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viernes, 16 de octubre de 2009

Perversiones de una claustrofóbica

Me encanta el metro.

Supongo que venir de la cota cero de altitud tiene mucho que ver. En Alicante lo más parecido a un subterráneo que puedes encontrar, es el parking del Corte Ingles. Bueno, y el novísimo tranvía que, a mayor gloria de Siemens, sirve de excusa para horadar y desfigurar mi ya de por sí urbanísticamente maltrecha ciudad. Pero, aunque sea subterráneo, adolece de la asepsia y funcionalidad esaboría de la obra pública de nuestros tiempos. Así que no cuenta.

El metro me da pavor, y me atrae con su mística de catacumba moderna.

Me encanta asomarme por la boca del túnel, con medio cuerpo pendiendo sobre las vías y mirar hacia esa oscuridad densa de carbonilla que en algún momento cambia muy paulatinamente al negro desvaído, justo antes de que aparezca, solo si la vía hace un giro para entrar a la estación, el debilísimo reflejo, casi imperceptible, de los faros de la maquina sobre los reflectores de las paredes del túnel:

Primero es un puntito diminuto de luz, después, dos; el primero crece en intensidad y el segundo lo hará justo cuando aparezca el tercero y así sucesivamente, mientras el tren toma la curva, hasta que el haz de luz ilumina la pared, fagocita los puntitos y la maquina enfila la recta. Es cuando en el panel que informa de cuanto falta para que llegue el tren te dice que un minuto. Mientras los vagones te pasan como una exhalación por la derecha. Y cuando el tren ya se ha parado, el panel te avisa de que entra. Es dura la vida de un panel de estación de metro, dura y llena de incertidumbre.


El metro es, también, el medio de transporte más uniformador que conozco. Todos viajamos en tercera. O en primera, aunque ahora se diga preferente. Todos viajamos en lo único que hay.

Y te encuentras de todo. Hasta la gente que en la superficie no camina, porque tienen coche, o moto, o limusina con chofer, coge el metro alguna vez.

Artistas que quieren despistar a los paparazzi, señoronas de los barrios altos, altísimos de la ciudad, señorones menos, esa es la verdad, cosa que no acabo de entender. Punkis de seis en seis, mormones de dos en dos, budistas de uno en uno y cabezas rapadas de media en media se sientan codo con codo, o frente a frente. Cuando uno de esos medio hombres coquipelados se sienta en mi vagón a medio metro de distancia de un rumano del acordeón y ni lo mira, siempre me quedo con ganas de decirle: “Perdone, ¿es usted fascista sólo los lunes, miércoles y viernes en horario de oficina?”. Nunca lo hago.

Esos individuos son peligrosos, lo sé, pero es que ahí abajo no lo dirías. Es la tregua tacita del metro. Creo que ya no le queda mucho tiempo.

Otra cosa son ya los transbordos. Esos pasillos interminables y siniestros, de techos bajísimos, que te dan la sensación de caminar hacia dentro en un fotograma de cinemascope. En una película de zombis o de extraterrestres.

Son mi pesadilla.

Hacer un trasbordo de metro después de las ocho de la tarde me parece una temeridad kamikaze si no corres los cien en menos de diez segundos. Y las cámaras de inseguridad colocadas en las paredes refuerzan mi opinión. Y esas puertas, como de tren de la bruja, que me asustaría más si se abrieran que viéndolas cerradas, inútiles, testimoniales, como están siempre.

Pero lo que de verdad me fascina son las vías muertas y las estaciones abandonadas. ¿Sabían que en Barcelona hay una estación, del ancho justo de un vagón, que servía para transportar a diario sacas de dinero hasta (y desde) el Banco de España? Está en la línea cuatro, la amarilla.

No me digan que la idea de que en uno cualquiera de los convoyes podía viajar una millonada, ahí, al ladito de las pescateras que volvían a la Barceloneta, no tiene mucha más enjundia que los prosaicos furgones blindados que no han conocido mayor gloria que aquello del Dioni.

Si tienen oportunidad de viajar en la máquina de un tren, no la dejen pasar.

Y si quieren cumplir una de mis más antiguas fantasías, déjenme las llaves del metro esta noche.